viernes, 11 de noviembre de 2022

La venganza de los Arcos


                             


                                          I

     Si hay un suceso que causa terror, es la caída de una montaña, lo hemos vivido en carnes propias. Y aquí lo cuento:

     En segundos, como una gigantesca criatura de los bosques que revienta con sus poderosos brazos el terreno por donde pasa, así apareció de imprevisto, entre la arboleda y a gran velocidad,  una masa de lodo, que desbordaba el pequeño lecho por donde antes bajaba un insignificante riachuelo, arrastrándolo todo. Engullendo a su paso además de árboles, rocas y capa vegetal... nuestro acueducto. Flanqueada por un ejército de inmensos troncos desgajados que, cual gendarmes sin escrúpulos,  rotaban sobre su eje a modo de arietes de guerra medievales, reventando la infraestructura como si de un castillo  sitiado se tratara. El Palón se desplomaba.
 
     Los que formábamos parte de la cuadrilla de voluntarios que intentábamos recuperar restos de la construcción: tubos, mangueras, llaves, conexiones; huimos desesperados para escapar de lo que parecía el hocico de una criatura infernal y movediza, hambrienta de nuestros cuerpos.  
  
      Uno de estos mazos de madera de toneladas de peso,  golpeó con tal fuerza el último tanque en pie, que lo levantó de sus cimientos, por los aires, como si fuera de paja,  sumergiéndolo de golpe dentro del flujo de materiales que manaba cuesta abajo; mientras arrojaba proyectiles a diestro y siniestro:  pedazos de bloques, cabillas y escombros que amenazaban nuestras integridades.
 
     El sonido era espeluznante, ...un ruido sordo..., como de bestia que ataca por sorpresa con sus fauces abiertas y paraliza las piernas por el miedo,  impidiendo correr. La sensación de caer por esos lodos prehistóricos era inevitable. La posibilidad de que nos tragara y arrastrara consigo, cientos de metros aguas abajo, hasta enterrarnos para siempre en "la playa" que se estaba formando, como un abanico, en las riberas del Río Chama, era una realidad. Nuestras vidas corrían un gran peligro, estábamos situados en el peor lugar, en el momento menos adecuado; justo al lado del cauce  abierto de una montaña encolerizada, que arrojaba  aluviones cuaternarios como un volcán. Todo el bosque se sacudía... el estruendo... la tragedia se mostraba: ¡oh devastación!
 
     - ¡Sal de ahí Luis! grité al compañero que se encontraba rescatando unas mangueras dentro del cauce vacío y resbaladizo, justo  segundos antes de que el coloso apareciera. 
 
     En la montaña profunda, como consecuencia de mis continuas  búsquedas de  afluentes que pudieran servir para la construcción de acueductos rurales, con capacidad de satisfacer la necesidad  de mis vecinos y  de mi familia propia, me había convertido en sagaz observador, aunado a los afortunados consejos de personas  que más adelante revelaré.
 
     Había detectado que el pequeño hilo de agua que descendía por la concavidad embadurnada se había detenido. Comprendí en un instante que algo represaba el agua.
 
     -¡ Fuera ! grite a tiempo.
 
     El amigo reaccionó e intentó salir de la trampa de barro inútilmente, resbalándose, cada vez más, en el cieno gelatinoso. Corrí en su auxilio presintiendo el riesgo que corríamos y le di la mano; él no soltaba la pala con que trabajaba, lo que complicaba la operación.
 
     - ¡Suelta eso Luis! ¡Suelta la pala! le grite angustiado, mientras veía temeroso hacia la espesura, aquella abertura inmensa y tenebrosa entre los árboles, que se había formado días antes, por los sucesivos deslaves que cual olas de un mar tempestuoso y sombrío, iba vomitando la montaña; uno a uno, como calculado, causando cada vez mas daño. 
 
     El vecino finalmente se liberó del  fango arrastrándose como pudo. Baquiano de estas tierras desde que lo llevaban sus abuelos a las siembras en la lomas de La Poderosa, también intuyó que algo feo se nos venía encima. Fue tan pavorosa la aparición del deslave, que huimos en  todas direcciones aterrados  buscando tierras altas para protegernos de la gran ola. La cuadrilla abandonó sus puestos de trabajo, y todas las herramientas: picos, palas, barras quedaron dispersas por el terreno perdiéndose;  para internarnos en la maleza, lo más lejos del fenómeno que casi nos cuesta la vida.  

 
                                   II
                         
     Mucho antes que las fuerzas de la naturaleza destruyeran no solo los espaciosos tanques y desarenadores que la comunidad de La Capea había construido a principios de los noventa, con sus propios recursos,  en la zona de El Palón, sino que hasta borraran del mapa la parcela que los alojó, dejando tras de sí, solo desolación, pérdidas materiales  y un enorme socavón, en la ladera de la montaña, así como en nuestras esperanzas; dos personas, oriundas de estas tierras, ya me habían advertido tiempo atrás, en nuestras conversaciones al lado del fogón, que si no nos andábamos con cuidado por esos montes, en el empeño de construir un acueducto, la montaña "se caería ", como en efecto sucedió. 
 
     Entiéndase: previo a que las autoridades gubernamentales, universitarias y los pobladores se percataran.
 
     Una de estas personas que vaticinó el cataclismo fue María La Cruz, ejemplo de educación, integridad, amistad, nobleza y calor humano. Guardiana de estos montes y los caseríos adyacentes. Señora de los cuentos, las anécdotas y los consejos. Proveedora del sustento mínimo, para los trabajadores que llegaban hambrientos hasta su mesa. Conversadora, inteligente y amorosa. Desde lo alto de la loma, bajo la sombra de los frondosos aguacates, la reina siempre vigilaba:
 
     - "Pero María mire sus pies maltratados", le señalé a los comienzos de mis correrías por esta región, cuando se los vi, golpeados y llenos de barro. 
 
     - " Son esas bichas, esas gallinas señor Pedro que me los tienen todo picoteados "

     Lleno de vergüenza al contemplar mis relucientes botas de hule, que todo recién llegado "citadino" adquiere para estrenarse en los menesteres del campo; lo menos que pude hacer fue obsequiárselas, por impulso.

     - "Tome María, acéptemelas... yo tengo otras", le dije como excusándome por el abuso de confianza. Ella las recibió de muy buen gusto y agradecida.

     Regresé a mi vehículo sintiéndome un tanto desnudo al caminar descalzo. No sabía entonces que con esas botas, de alguna manera estaba entregando mi pasado: mi estilo de vida, mi casa materna, mi ciudad natal; mis amistades de toda la vida. Una preparación para la poesía, la épica y las luchas que me esperaban en esta región andina.
 
     Regresé a Caracas a culminar con mis asuntos y un año después volví a Los Andes y, como en otras ocasiones, pasé a saludar a María. Nuevamente mis ojos se posaron asombrados sobre sus pies marchitos, vestidos apenas con unas malas suelas y unos remiendos. Ante mi sorpresa expresé:

     - ¡Pero María por dios, y las botas que le dejé! ¡ Por qué no las usa ?, y ella, a manera de contestación, se dirigió a un  vetusto cajón y extrajo  las botas lustrosas  envueltas en un plástico protector, exclamando al mismo tiempo, un tanto perpleja:

     - ¡ Como cree señor Pedro, si usted me las regaló !

     Las había guardado tanto tiempo como una ofrenda, un regalo de amistad, que no se usa sino que se conserva, no por lo que es, sino por lo que representa. Y esa fue mi primera lección. A partir de allí, me dejé llevar por sus enseñanzas, su palabra bondadosa, su buen trato y, en su inmaculada pobreza, su comprensión a mi falta de luces sobre los misterios de los territorios en los que pensaba asentarme, con mi familia: eran otros tiempos y quien no supiera leer los símbolos del monte y su gente, de entrada, ya estaba fracasado.
 
     Con los años fui descubriendo que su palabra era mandato y cuando María solicitaba algún asunto, realizaba prodigios; como cuando le comenté desesperanzado que alguien se había llevado una pesada y costosa "barra" de labranza de mi propiedad, que dejé mal parada en cualquier lugar. Solo bastaron unos pocos días, para que escuchara a un niño llamándome frente a mi casa:

     - ¡ Señor Pedrooooo ! ¡ Lo llama María La Cruuuuz, que pase rápido por su casa !

     Al llegar a su humilde vivienda, me señaló el catre donde dormía, único enser en aquella habitación oscura y vacía. Y me dijo, un tanto nerviosa, mirando hacia los lados,  como si no quisiera ser descubierta:

     - "Asómese debajo de la cama, en el piso". Y para mi sorpresa: en el suelo, refugiada debajo de su lecho, en la penumbra,  estaba mi barra.
 
 - ¡Llévesela rápido, corra!, me ordenó.

" Ah María, María
guardiana de Raíz de Agua, de sus adyacencias
y de mi hogar. Centinela eterna de estas tierras,
perspicaz amiga, que hablas con voz precisa
y elocuente.
 
Eres, para el huérfano,
la madre que nunca fuiste
y para el desamparado  
la hermana que nunca tuvo:
 
Nadie te escucha nadie te oye,
nadie te ve
 pero tus palabras surcan
como palomas
los cielos.
 
Unas veces temibles:
 
 "...cuando ese volcán se baje, 
arriba de  la quebrada Agua Clara
barrerá con todo esto...
Que esos bichos
son malos ¿...?
y hay que andarse con cuidado,
respetarlos, que son cosas sagradas
misterios
que los gritos y la bulla,
los enfurece" ...
 
Y otras veces tierna

 Pero ¡Ay! señor Pedro, exclamaba con un suspiro,
 si tan solo pudiera mandarle unas mazorcas
a sus hijos, allá en España.
 
     Que fortuna, que hechos que estaban tan profundamente reservados en la intimidad de los pensamientos; destinado a no salir jamás, surjan hacia la luz por estos medios tecnológicos y la inspiración que estas noches solitarias, apacibles y lluviosas transmiten, dando vida a los personajes que conocí y admiro. Correspondo con el  escrito a este espléndido lugar, al sonido del río permanente y al recuerdo de la gente, en momentos que la naturaleza se sacude violentamente a nivel global.
 
    Continúo pues,  armando esta narrativa un tanto complicada pero importante. Gracias por su paciencia. No me perderé, llegaré al final. 


                                       III

     La otra persona, protagonista de esta historia, que me advirtió de la inminente catástrofe en El Palón,  fue Nemesio Sánchez. Impecable en su vestir, con su paltó roído, su cuello abotonado, su sombrero de ala ancha y su "castellano antiguo". Descendiente de generaciones que habitaron estas "tierras de nadie". Conocedor de los enigmas de los bosques. Hijo de los páramos, las lagunas, los montes y las cosechas. Maestro poseedor de valiosos conocimientos ocultos y  probablemente: "uno de los últimos caballeros".
 
     Más adelante transcribiré textualmente su parlamento, de modo que quede impreso en las letras, una fracción de su vida y su legado.

    Dedico este relato en memoria de María y Nemesio, por haberme llevado de la mano a través de los secretos andinos y haber enriquecido mi vida con su amistad y enseñanzas. 
 
(Sigo)
                      
    No mucho tiempo atrás del siniestro que nos ocupa,  María  La Cruz y Nemesio Sánchez me instruían reservadamente  sobre el misterio de unas criaturas a las cuales llamaban: Arcos:
 
     -" Esas son criaturas peligrosas señor Pedro, hay que tenerles cuidado y saber tratarlas ", comentaba María; pero en ese entonces, por mi escasa experiencia en estas materias, poco o casi nada entendía. Por más que ellos se esforzaban para hacerme comprender que para entrar en la montaña, por la necesidad de ubicar fuentes de agua para construir nuestro acueducto, debíamos hacerlo en silencio, no llevar perros que ladren y jamás lanzar piedras a los árboles y mucho menos a las lagunas.
 
      -" Los Arcos son como ángeles caídos, expulsados por nuestro Señor de los cielos: son mitad santos y mitad diablos. Son encantamientos de los bosques, que no se meten con nadie, si no los molestan. No les gustan las personas ruidosas, ni los gritos ni los escándalos ni los perros ladrando . Allí mismo, en el Palón, en el comienzo de los siglos cayeron dos...", afirmaba Nemesio, con voz pausada y seguro de sí mismo.
 
     Al verme ensimismado y con dudas, Nemesio se levantó el ruedo del pantalón de su pierna derecha:

     - ¿Ve esta cicatriz que tengo aquí, en la pantorrilla? ¡Aquí me mordió un Arco!, ¡ Lo ve!, tajante, como para que lo entendiera.

     Mientras observaba las características de la vieja herida, pensaba: "¿Cómo serán los Arcos?"¿Cómo sabré distinguirlos, si alguna vez me topo con uno de ellos?
 
    Qué apasionantes lecturas sacaba de estos encuentros... de las conversas... Vivía.
 
      -" Cuando los Arcos son molestados abandonan su hogar, no sin antes destruir todo atrás. No dejan piedra sobre piedra, cuando se mudan de lugar lo destruyen todo, por venganza. Mire  que pueden ser muy malos", continuaba el maestro con su rostro serio, y al mismo tiempo amigable. Inmerso en sus conocimientos me instruía. Me revelaba... me confiaba sus secretos...
 
     Mientras prestaba atención a esas historias tan fascinantes, degustaba el guarapo que  María me ofrecía, calentado en el fogón de leña... olor que en la actualidad se me hace dolorosamente indispensable, cuando desde la lejanía, en la geografía africana, frente a las costas de Marruecos, en Canarias, extraño mi tierra. Aprendía pues con ellos, lentamente, pero aprendía.

    A través de las pláticas con María, y las advertencias pacientes y  respetuosas de Nemesio, comprendí que me enfrentaba a fuerzas desconocidas, en mis expediciones en solitario por Raíz de Agua ¡El comienzo de la épica! Fue entonces, cuando obedeciendo sus instrucciones, comencé a aventurarme monte adentro "caminando de lado", en sumo silencio, respetando los senderos  que se abren cuando te saludan las criaturas de la espesura, y las ramas de los árboles se mecen, y te dan la bienvenida.
 
     Al quedar atrapado entre las zarzas espinosas entrecruzadas que impedían  mi paso, suavemente les decía: "suéltenme por favor", como me indicaba Nemesio. Era el abrazo fraternal de la naturaleza, cuando reconoce a una criatura que entra en paz. Y si te hinca una espina aún mejor, es su manera de saludar y reconocerte con tu sangre, como un hermano más. Agachándome levantaba las yerbas y entre florecitas y rastrojos aparecían diminutos cursos de agua, que encandilaban mis retinas con su brillo cristalino, y agudizaban mis oídos con su tintineo, alimentando mis  esperanzas de posibles suministros acuíferos.
 
    Mientras contemplaba absorto aquel "bosque encantado", donde cada criatura te observa y sigilosamente te acompaña; bañado en la espesura por algunos rayos de sol que atravesaban tímidamente las ramas de los árboles, mezclados con una humedad permanente y los insectos, recordaba las palabras de Nemesio:
 
      - "Ándese con mucho cuidado don Pedro, porque en esa montaña de Raíz de Agua habitan dos Arcos, caídos del Arca de Nuestro Señor Jesucristo, allá en los comienzos de los tiempos. Y esas son criaturas ponzoñosas que pueden hacer mucho daño, como se lo estoy diciendo. No les gusta que jurunguen por allí. Se ponen furiosos" 
 
     Hago un inciso en el relato para señalar que Nemesio no hablaba como en los entrecomillados anteriores. Son "sus palabras más, palabras menos" a través de mi recuerdo, que las interpreto. Comparado con su pureza de discurso, me expreso  burdamente, él lo hacía como un "erudito", con un castellano original. Sin embargo, más adelante, en el testimonio que les presento, Nemesio Sánchez  nos hablará textualmente, tal como se expresaba en su cotidiana majestad... se los prometo.
 
  Mientras tanto vamos hilvanando esta historia
 
 
                                      IV
 
      El fenómeno de los Arcos, sus creencias y sus prácticas forma parte de la lucha desesperada de la naturaleza para no perecer ante el avance irrespetuoso de una parte de la población -mundial-, que no entiende que los montes son sagrados  ...son nuestros pulmones... y su mantenimiento y defensa nuestro primer deber. Que el amable y solidario trato entre las personas y con la naturaleza, es fundamental y base obligatoria para constituir cualquier sociedad que se respete.

    Me exponía pues, mansamente ante los Arcos con el aplomo de quien lucha por el bienestar común, lo cual da una gran fuerza espiritual y al mismo tiempo con la confianza que me daban éstas dos personas protectoras; quienes velaban y oraban por mi, para que en mis incursiones y "enfrentamientos" - que los hubo- nada me pasara.

     -" Tenga cuidado don Pedro, si por esos montes le sale una mujer bonita. No le haga caso no la mire no se le ocurra tocarla, siga de largo porque probablemente es uno de esos Arcos disfrazados, que espera su debilidad para agarrarlo por el cuello y ahogarlo en la laguna ", me advertía Nemesio
 
      Pero mi insistencia de encontrar con urgencia un caudal de agua, en la montaña, era un tema recurrente, insistía. Y él me aconsejaba. 
 
     - " Vaya tranquilo don Pedro pero camine de lado por los senderos y no se distraiga. Siempre atento y muy importante:  no se le ocurra beber en el río debajo de un animal que toma agua más arriba, porque puede ser otro Arco disfrazado tendiéndole una trampa, que con su baba envenena el agua que baja por el caudal, para matarlo a usted". Y, agregaba:

     - " ... y lleve consigo un pocillito de miche y una estampita de la virgen, y se los deja arriba de una piedra para entretenerlos, mientras se adentra usted en la espesura.

     - Años después, y por diferentes causas, estaba consciente de que la ayuda al prójimo era la gran fortaleza. El gran escudo que protege contra todos los males. Te exime de los miedos, te provee de los recursos mínimos necesarios para la subsistencia y te da la valentía para adentrarte en la inmensidad de los páramos - Los Conejos- , bordear las lagunas- Las Iglesias-  y ascender a gran altura- La Cara del Indio-,  como un guerrero, para llevar medicina a una comunidad aislada. Y desde una roca, casi rozando con tus cabellos las estrellas,  ejecutar una extraña danza indígena, blandiendo una soga invisible, que lanzas a la expedición que trabajosamente sube con mulas y enseres, atándolos con un gran lazo del cual tiras con fuerza, para ayudarlos en su agotador ascenso.
 
     Los Arcos no son juegos ni fantasías, ni siquiera cultura popular. Como ha venido afirmando Nemesio, en la montaña de Raíz de Agua, justo en frente de nuestros ojos, cayeron los dos Arcos artífices de la destrucción del Palón y nuestros acueductos. Seguramente no fuimos los pobladores de las cercanías,  quienes los provocamos, pues siempre se ha incursionado con mucho respeto y cuidado de ocasionar daño innecesario al entorno natural. Quizás los Arcos estaban viejos y cansados. Tal vez respondieron a la sordera de un mundo que cada vez los aprisiona más. Es probable que acabaran nuestras infraestructuras pensando que eran máquinas taladoras de selvas. O tal vez nos confundieron con traficantes de especies en peligro de extinción.
 
    No lo supimos, no lo sabemos, no lo sabremos; pero lo que sí es cierto es que coincidió nuestro ingreso a sus dominios  con el "momento" del desastre.  Por una u otra razón,  los Arcos se molestaron  y  "se largaron", o como decía María:
 
    - "Se mudaron de cabecera", con las deplorables y ya descritas consecuencias. No hubo misericordia de parte de ellos, ¡eso está claro!  pero tampoco la hubo por parte de aquellos que no supieron convivir con esas criaturas y no escucharon el llamado de auxilio de la Madre Tierra.
 
     Días antes del comienzo del deslave, Nemesio, agitando su sombrero,  me alertó:

     - " ¡Don Pedro, don Pedro! ¡Anoche! Anoche vieron a los dos Arcos cruzando la carretera. Subieron de La Poderosa hacia arriba, por el callejón.  ¡Se marcharon!  ¡Se fueron! ¡Dios nos coja confesados", exclamó exaltado desde el patio de la casa donde María tuesta el café, al sol.
 
     - Una vez a su lado, lo comentamos. Nemesio mostraba signos de gran agitación, María callada y taciturna, nos preparaba un guarapo, mientras murmuraba para sí misma: " ...esos bichos son malos, esos bichos son malos..." 
 
(Silencio)
 
     Y la montaña de El Palón... se desplomó... 
 
    Y el evento sucedió mucho antes que lo advirtieran los profesores de la universidad que evaluaron el fenómeno; quienes se enteraron respondiendo al llamado angustioso que habíamos realizado a las autoridades competentes, una vez constatados los primeros deslizamientos y el color marrón del agua que nos llegaba, como plaga bíblica presagio de los tiempos que corren y el calentamiento global.
 
     Preguntaron los académicos e investigadores de la universidad:
 
     -  Y díganme..., esa corona que tiene la montaña arriba, ¿la ve? entre el follaje..., como una media luna de tierra sin árboles....arriba, casi en el tope..... ¿Desde cuándo está allí ?
 
     - "Desde hace menos de una semana profesor ",  respondimos. 

     - ¡ Oh Dios !, exclamó el catedrático. " Roguemos que la montaña no se caiga de golpe, porque represaría el Chama, y luego reventaría, arrasando  todos los caseríos desde aquí a Tabay y, en su trayectoria desenfrenada todo lo que encuentre por delante, hasta Mérida "
 
    Y se armó la grande. La noticia corrió vertiginosamente por toda la población y cundió el pánico. Llamamos al alcalde quien, con su equipo, atendía una reunión en la Isla de Margarita, y quienes tuvieron que regresar en el primer avión. Las autoridades e instituciones competentes de la gobernación del Estado, se activaron y enviaron a sus delegados. Llegaron las noches en vela, con los estampidos de la montaña que parecían temblores de tierra.  Se anunciaron planes de contingencia y se realizaron múltiples asambleas con los pobladores angustiados ante la posibilidad cierta de  que El Palón se derrumbara, lo que hubiese ocasionado una tragedia de proporciones dantescas.
 
     Afortunadamente no ocurrió... , dentro del peor de los escenarios, se desató el menor. Podríamos decir que hasta los Arcos  fueron misericordiosos causando un daño "controlado",  incluyendo nuestro acueducto,  a pesar del  cataclismo mencionado y la cicatriz que nos dejaron de recuerdo para siempre, en la montaña del Palón. 
 
   Los deslaves se sucedieron cíclicamente  durante años. Fueron cayendo y depositando sedimentos en las riberas del río Chama poco a poco. Y como en toda desgracia hay ganancias, hasta se constituyó una empresa para la explotación de la arena que se acumulaba día tras día, en la enorme isla que se iba formando. Finalmente le perdimos el miedo al fenómeno y nos acostumbramos a vivir a su lado, con el sonido lejano de los desplomes y deslizamientos, que descendían cual cascadas de lodo hacía el río, y del río hacía el mar, en el eterno ciclo evolutivo del planeta. 
 
     Con los años aún tengo presentes las charlas que los profesores de la Universidad de Los Andes impartían en los salones de la alcaldía, en nuestras casas o, a través de los diferentes medios de comunicación:
 
     - " Eso es un fenómeno natural en la formación de las montañas. Los zanjones tienden a caerse con el tiempo, formando en su desembocadura nuevas tierras ", decían los ilustres conferencistas entrevistados. Mientras agregaban: " Esa montaña no se debe tocar. Ni cultivar y menos talar, porque a la larga todos los zanjones colapsarán. Hay que cuidarla, lo único que se debe hacer allí es reforestar y vigilar para que nadie toque su corteza vegetal". 
 
    Recuerdo que mientras escuchaba esas disertaciones junto a un centenar de vecinos preocupados por la posibilidad de que EL Palón se desplomara, no podía dejar de pensar en Nemesio y María y sus advertencias, años luz antes que las autoridades gubernamentales y académicos de geología aparecieran por estos lares. 
 
     Quedan pues, estas dos posiciones antagónicas en cuanto a las causas que motivaron la calamidad, pero coincidentes en la necesidad urgente de preservar nuestros espacios naturales. Unos vigilarán los movimientos geológicos, mientras que otros dejarán en su camino por los montes, "un pocillito de miche con una estampita de la virgen". Cada quien según su criterio, cada quien según sus creencias, cada quien...

 
                                  V
 
     El espíritu noble de Nemesio...su rostro... se repite en mis sueños y puedo escuchar claramente su manera de ilustrarme, a través de sus cuentos, historias, anécdotas y vivencias.
 
    Dicho lo anterior, comparto, como prometí, sus palabras, echándome a un lado para rendirle honor tanto a estas dos personas que tuve la fortuna de conocer, como a las desconocidas que han sabido vivir con  la naturaleza y no sobre ella.

     Son estas personas -profundamente ecológicas- las llamadas a hablar en nombre de la Tierra, y quienes participamos en esta historia, nos toca escuchar con humildad.  Gracias por su atención, los dejo con el  maestro y su parábola del vecino y el pantano:

     - " Un vecino, que es vecino mío, que vive bajero, hacia las orillas de la Carretera Negra. Es vecino mío, había el sembrado. Él es agricultor y había habido un año que había sembrado por allí y antonces, se prestó el tiempo un poco veranocito ¡ Sí, de verano ! ¡ Por allí ! El clamaba que lloviera ¡ pá que la mata descollara ! Muchas veces será malo obligar a Dios don Pedro... Porque lo que Dios hace, no lo hacemos nosotros. 
 
     Ahora resulta de que él pensó en ese mismo pantano que le estoy contando, pues claro eso era delicado molestar ahí, el pensó y se reunió por ahí con una familia, una señora y unos muchachos y dijo:
 
     - ¡ Vamos para el pantano a cuquear el pantano, para que llueva ! , bueno se fue y yendo para allá cerca, recogió un costal, unas piedras y llevaron unos perros amarrados ¡ Y ellos con la pantomima y la bulla ! A hacerle bulla por allá al pantano. Llegaron por allá al pantano y zumbaron los perros en el ojo del pantano, los perros salieron -Esos no se hogan-, salieron y antonces se pusieron a zumbarle piedras al ojo del agua y hacer bulla allá pá que lloviera. Se salieron de allí al camino...ya comenzó como a goterear... el asunto de las lluvias...comenzó a brisar y le dijo a la muchacha, le dijo a la señora:
 
     - Miren corran porque el invierno va a estar cerca ¡Ya está brisando!  Corramos para ir a acampar casa del amigo Nemesio A mi casa, y yendo pasando una puerta de lo que colinda allí de lo mío, venía ese leño de agua, que llegaron ensopaditos a la casa.
 
     El hombre de contento porque había llovido. Ahora tomaron cafecito en mi casa y se fueron.
 
     - ¡ Gracias a Dios que pá mi cultivo me mandó Dios el agua!, gritaba el vecino.
 
     Se fueron, salieron a parte a donde miraban pá la casa y vieron algo extraño por allí, ellos siguieron y bajaron bajando cerca de la casa, vieron una cosa por allí extraño del que por qué estaba aquello como blanco el terreno. Era de la creciente que había hecho el zanjón. Los zanjones se habían reunido el agua: ¡ Bajó ese buque de agua ! y quedó muy igual como la playa de aquí, en el Palón.
 
      - ¡ Y adiós frijoles y adiós cosecha !
 
     - Y ¡parecen que sean mentiras! ¡parecen que sean mentiras! Son cosas don Pedro... es obligar a Dios; pero porque resulta que esos son pantanos, barriales de agua, cosas delicadas que quedaron por allí... como se lo estoy diciendo." 

 
       

                  Pedro Alberto Galindo Chagín. 
 
La Capea, Municipio Santos Marquina.
Edo.Mérida. Venezuela.
 
Registro propiedad intelectual
00765-01397050. España

Ilustración carátula: Pixabay
 
 




lunes, 24 de octubre de 2022

José Ruperto de las Tempestades




                                          I


Después de tres años de espera, la pandemia, la paciencia, los ahorros, los cuatro aviones, varios países, un bus y un taxi, hasta mi casa en La Capea, en las adyacencias de Tabay, la misma que vio a nuestros hijos crecer, estoy en Los Andes venezolanos, ¡mi tierra!, de madrugada,  escribiendo.

 ¡Qué privilegio! ¡Por fin!, con el sonido del Río Chama y la lluvia como cortina musical por un lado y al mismo tiempo y por otro lado, la preocupación, tristeza  y pena por los desastres naturales que estas mismas lluvias inspiradoras de estas líneas,  han causado entre mis vecinos de La Poderosa y San Gerónimo, quienes han perdido sus hogares. 

A esas entrañables vecindades y sus pobladores, dedico este cuento.

Qué gran regalo su gentileza de acompañarme en estos momentos. Qué honor. Espero que el escrito valga la pena, sirva para algo, vincule un poquito nuestra historia, y lo más importante: reivindique a quien tenga que reivindicar,  por su tiempo y el mio también. Gracias.

Aunque comienzo en primera persona, por lo que pido disculpas, relataré a mi manera  con el permiso de quienes no pudieron, no supieron o no les dejaron hablar. Sus historias y demandas, miles, forman parte del silencio de estas montañas, confundidas entre los sonidos de los ríos cantarines y bravíos,  los vientos y los truenos, presagios de las lluvias eternas, que siempre los acompañaron.

A tanta gente admirable que la vida y la naturaleza me han presentado en esta bendita región,  mi agradecimiento  por servirme de inspiración y aventurarme a crear estos relatos, provenientes del tiempo que me dedicaron y las enseñanzas que me brindaron. Por respeto a sus personas y en aras de la amistad que me unió con quienes protagonizan esta historia, he decidido utilizar nombres ficticios y omitir o modificar alguno que otro detalle  en  los hechos que describiré, todos ciertos. Todos correspondientes a un pasado, ya muy lejano.

Celebro en la oscuridad de la noche lluviosa,  la oportunidad que me dan de visibilizar una realidad que pudiera desarrollarse en cualquier parte del territorio nacional y más allá,  dentro de un mundo que borra o acomoda historias sin escrúpulos, en detrimento de quienes en realidad deberían ser reconocidos y mencionados. 

No perecerán mientras estemos atentos y comuniquemos la verdad, mientras la Tierra sea Tierra y la memoria prevalezca sobre lo fatuo. 

 

                                         II

Dicho esto comienzo el relato, sumergiéndome en las imágenes de tiempos que ya se me hacen remotos.

 Personajes grandes como los árboles frondosos que los cobijaron. Valientes hombres y mujeres que han revelado realidades ocultas para el que quiera entender. Personas estas quienes a pesar de la adversidad y un destino condenado a la pobreza y la exclusión, siempre sonrieron y nunca se quejaron, siempre amaron, nunca culparon.

La historia que nos ocupa y que de inmediato voy a desarrollar, tiene lugar en un pueblo de Los Andes venezolanos donde quien escribe tuvo la fortuna de habitar. 

En ese entonces, los hombres de la vecindad  originarios ellos de estas tierras legendarias, eran ante todo: colaboradores. Veían llegar el progreso de las ciudades traducido en la construcción de urbanizaciones y carreteras, haciéndolos olvidar sus  campos duros de labrar, empleándose agradecidos de peones, en la búsqueda de un mejor sustento.

Se pasaban la vida: ¡Cavando tierra! ¡Haciendo muros! ¡Golpeando piedras!  ¡Limpiando cunetas! ¡Desyerbando cerros! Asumiendo casi que cualquier tarea, felices; celebrando la escueta paga de los viernes, que muchas veces solo alcanzaba para comprar una botella de aguardiente, mejor conocido como "miche", con las consabidas consecuencias.

  Hacían lo necesario para satisfacer las necesidades de una sociedad insaciable que despuntaba, pujante y bien dotada. Llevando, con su ardua labor, prosperidad a la nación, con amor, mucho sudor y, hay que decirlo, poca plata.

Eran hombre de piedras: típicos, bonachones, desaliñados, folclóricos, desordenados; quienes con el poder de la naturaleza y  amparados en el Ser Supremo y sus creencias, la sonrisa permanente y la caballerosidad, iban con sus picos y palas ¡al hombro!, como soldaditos, labrando los caminos del desarrollo de los pueblos ¡trabajando! ¡dando palos! Contentos más que contentos ¡celebrando! ¡Qué bonito!

 José Ruperto, quien familiarmente me llamaba "Mano Pedro", desde el día que me descubrió perdido entre la maleza buscando el velorio "de la princesita", era uno de ellos. Digo era porque, "se acabó", como bien mencionó Virginia Dolores de Vientre hace algunos días.

 De mirada melancólica a los cuarenta y tantos años lucía prematuramente envejecido, encanecido, descuidado y harapiento. Eso si, años atrás cuando llegué a esta región con mi familia, era guapo el Ruperto, ¡fuerte!, ¡galante! y educado como buen caballero andino. Reventaba las piedras ardientes de cauchos quemados, a fuerza de mandarriazos.

- ¡Traigan a José Ruperto para acá!, gritaba el encargado  ¡Para que reviente esta piedra !

 Y José Ruperto corría, llegaba, partía, despedazaba orgulloso y había que salir corriendo, para que una esquirla no te diera en la cabeza, como le pasó a " El Tuerto", que se voló un ojo machacando.

Luego, con los años,  ocultando su desconsuelo en el alcohol, de dudosa destilación y casi su único amigo;  ante lo esmirriado de la paga y el esfuerzo descomunal, su cuerpo se resintió.

A tan corta edad ya no marchaba tan contento. Se la pasaba jodido, arrastrando una pierna con cara de niño asustado, con la espalda deforme de tanto peso  acarrear. Después de repartir trancazos y beber a zampazos su mente se le embotó, ya no daba para más. 

- " Nunca aprendió a leer  ni a escribir. Ni sus padres ni sus tíos ni sus hermanos, ni nadie: por eso anda así, pobretón porque quiere, ¡porque le da la gana!", comentaban sin misericordia, muchos quienes lo miraban pasar.

Sin embargo se coincidía en que José Ruperto era simpático, eso sí. Y servicial. Respetuoso y siempre salido hacia adelante, para lo que fuera. Cuando el trabajo llamaba, nunca se negaba. Nunca se quejaba. 

- "Pero José Ruperto por favor, no se esfuerce tanto con ese muro de piedras, se va a romper el alma" le señalé en una oportunidad.

- " A no, mano Pedro. Que las cosas hay que hacerlas bien. Que mi nombre se queda allí", respondió.

De manos grandes y rústicas, de uñas negras como el carbón, cuando daba un apretón, se sentían ligeras, como si temiera aplastarte.

En una oportunidad, conversando distendido en la montaña con la abuela de José Ruperto,  doña Encarnación, "en su trono de hojarasca y su castillo de latón", donde vivió la matronaza por tantos años, me dijo: 

-" Allá en el páramo se prestaba el tiempo muy frío señor Pedro... ufffff. Cuando estos eran unos güinos, los mandábamos a ayudar a los hombres a descollar, hacia la orilla de la siembra. Usted sabe por allí. Ellos eran agricultores. A cosechar las papas, o lo que fuera", rememoraba.

- "¿ Escuela ? ¡No, que va! Había que buscar la papa. Usted sabe, pa comé. Los sacábamos pa fuera a ayudar por allí, a rastrojear, en lo que fuera. En lo que haga falta.  Y uno los mandaba pa fuera, pa que se entretengan y ayuden..., y esos chinos ensopaditos. Usted sabe siempre gotereando. Y bueno pa calentarles la barriguita. Y ahí mismo en la puerta embojotados con los trapos, les daba un pocillito de leche tibia, de allí de la vaca misma. Con un chorrito de miche pa calentarles la pancita. Sí señor, todos los días".

- ¡Oh Dios!... pensé horrorizado...¡Miche!... ¡Todos los días!

(Silencio)

- Reflexionando: No fue la mano amorosa quien les dio alcohol desde sus primeros años, sino las circunstancias extremas de haber nacido un poco más allá en la geografía nacional, en pleno páramo agreste, en un país que ni se enteraba. 

Sigo...

Doña Encarnación era una buena mujer, entregada a su familia desde su juventud. La abuela protectora, tronco principal de su descendencia, ahora en su ancianidad, se pasaba las horas en su rancho cerro arriba, en el zanjón, sentada en una vieja tabla mirando a sus nietos descalzos pasar y vigilando la creciente del río bajar: " No fuera a llevárselos de noche".

 Cuando doña Encarnación agonizaba años después casi centenaria,  de regreso de mis viajes itinerante desde las Islas Canarias a mi país, la encontré tirada sobre  unas mantas, en aquel cuartucho oscuro y húmedo, sobre el suelo frío. Al acercarme  me dijeron las mujeres que la rodeaban: " Ya no habla señor Pedro. No se mueve  no despierta no dice nada; tiene días así,  solo le damos agüita con panela."

- " Encarnación, soy yo, Pedro", le dije acercando mi rostro al suyo, lo más posible. "He venido a visitarte", le susurré al oído.

Súbitamente, como si un rayo la hubiese alcanzado, se incorporó, abrió los ojos desmesuradamente y apretando mi brazo con todas sus fuerzas, exclamó mirándome: 

-¡Señor Pedro! ¡Por qué nos abandonó?, para luego volver a su letargo, del cual nunca más despertó.

Contemplé por última vez aquel rostro dormido, aquella piel curtida arrugada de tanto esperar; aquella dulce mujer.

Cuando regresaba a mis asuntos me vino a la mente aquella extraña oportunidad, lustros atrás,  cuando Encarnación apareció en la puerta de mi vivienda para que le pusiera una inyección:

- "Pero Encarnación yo no soy doctor, no puedo hacer eso". 

- "Claro que puede señor Pedro" señaló, sin un dejo de duda, con la bolsita del medicamento en la mano,  plantándose en la puerta de la casa.

Ante mi fundamentado temor y la seguridad de que Encarnación no se retiraría hasta aplicada la inyección, Mari, madre de mis hijos y compañera, quien fue a parar junto con mis huesos a éste bendito lugar,  tomó la iniciativa. 

Agarró la ampolla con seguridad y apuntando al  brazo susurró:

- "No entra".

- ¿Que no entra qué?, repliqué.

- ¡La aguja! señaló angustiada.

Y así fue. Por más que puyaba la aguja no entraba. Y puyó y empujó, y no fue posible. La aguja no entró. Y desde mi perspectiva allí estaban las dos, una encaramada sobre el brazo robusto, cobrizo  e impenetrable de la otra. 

Ante lo inaudito de la situación, lo inútil de los esfuerzos y la urgencia de aplicar la medicación, decidí buscar a un vecino veterinario. Regresamos a la casa poco después donde esperaban las damas. 

El veterinario se hizo cargo. Con una actitud pausada y profesional y una sonrisilla burlona en la cara, tomó el brazo de doña Encarnación, lo levantó, apuntó como para hacernos una demostración y...

-"No entra", dijo sin perder la compostura.

-¿Qué? ¡No puede ser!, exclamé.

- ¡Que no entra!, replicó el veterinario ya un poco asustado.

Y allí se fajó el "facultativo", intento tras intento,  hasta que finalmente la aguja entró.

Encarnación se despidió y se fue tan tranquila y sonriente como si no hubiese ocurrido nada.

 Los que quedamos, pasmados del trance,  coincidimos en que el fenómeno "paranormal" que habíamos experimentado, se debió a que la abuela era la encarnación viviente de un personaje mitológico, cuya historia había convertido su piel, en piedra: 

¡Duro!, duro golpea la piedra el peón.

 ¡Duro!, duro golpea la tierra.

 ¡Duro!, duro golpea la piedra ¡Cabrón! 

Sucia la tierra. Sucia la espera, la angustia, la piel.

¡Duro!, duro el pocillo: 

Herrumbrado, ahumado, descascarado, 

donde bebieron tus hijos chiquitos alcohol.

Dura, dura tu vida Encarnación,

 matando de amor. 


                                      III

Si algo tiene de hermoso el cielo andino, son los cambios bruscos entre los días soleados, brillantes y coloridos a la más completa oscuridad, generalmente acompañada por lluvias intermitentes de diferente intensidad.

Sucede que  una de esas noches cerradas José Ruperto, que para ese entonces se la pasaba deambulando de madrugadas pasado de palos: sin casa, sin mujer, sin hijos, sin patria y sin esperanzas; también se quedó sin lugar para mear. Sí, para hacer pipí, en estas tierra que otrora fueron tan suyas como ahora nuestras.

No se le pudo ocurrir peor idea que ponerse a orinar  entre la maleza y las sombras, a orillas de la quebrada, justo frente a la casa de la abogada recién llegada de la ciudad. 

- ¡Fuera de aquí borracho  Indecente!, gritaba colérica la mujer, desde la ventana. Mientras los que dormíamos empezábamos a despertarnos por la algarabía, los gritos y los perros ladrando.

Bastó un telefonazo de la vecina a la comandancia de policía para denunciar:  " la grave afrenta a la moral y las buenas costumbres ", en su derecho ciudadano a la tranquilidad. Y así como hicieron los conquistadores con la indiada en América; así puso orden la licenciada con José Ruperto y sus meadas, quien absorto en su necesidad corporal y pensamientos, ni se enteraba de lo que estaba por pasar. 

- ¡Por qué tengo que estar viendo el pipí de los borrachos desde mi ventana!, gritaba la ofuscada mujer.

Y se armó la grande. Mientras se esperaba la llegada de la autoridad, los ánimos se fueron caldeando. Ya algunos vecinos nos habíamos acercado alertados por el alboroto.

 Sorteando escollos en la penumbra, corríamos para auxiliar a quién fuera presumiendo que algo grave acontecía. Nos encontramos a José Ruperto alucinado, con medio pantalón a rastras, en la oscurana.

- José Ruperto ¿Qué está pasando?, pregunté.

- "No sé mano Pedro".

 Y en eso salió el marido de la mujer con una escopeta, echando plomo ¡Que si lo agarro lo quemo!, gritaba. 

- ¡Coño! ¡Cuidado!, gritábamos. ¡Que somos nosotros! ¡Estás loco!, mientras nos refugiábamos detrás de los pinos.

Y el hombre enardecido por el agravio a su mujer, disparando al aire. Y aquellos estampidos.

- ¡Que si lo cojo lo matooooo!, amenazaba.

Y en medio de la plomazón y el alboroto llegó la policía. 

Para resumir: le echaron los grillos a José Ruperto. Lo montaron a empujones en la unidad y a pesar de nuestras quejas, se lo llevaron detenido a la comandancia, por mal viviente, maleducado y meón. 

Al día siguiente se habían creado dos bandos en la vecindad. El hecho de la meada tomaba matices en los diferentes comentarios, desde una inocentada a un hecho de suma gravedad. 

 -"¡Es que no aprende! ¡No se instruye!, que pudiera aprovechar el contacto con la gente de bien, para formarse", vociferaban algunos.

-  "¡Que razón no le falta a la doctora!, ¡hombre! ", exclamaba alguien  por ahí.

Al día siguiente nos organizamos para rescatar al detenido, quien después de una noche en el calabozo, fue puesto en libertad, "condicional"...

-"¡Como lo vuelva a ver por aquí!" , farfulló el oficial. 

 

                                        IV

Y como el agua de los ríos pasa, también este evento pasó y se olvidó. Todo regresó a la tranquilidad y las buenas costumbres. Y  la vida de los pobladores continuó; en lo que concierne a su mayor tarea: la búsqueda de un empleo.

A pesar de la mala fama, el episodio pasado y las pobres recomendaciones, a José Ruperto se le contrató para formar parte de una de las cuadrillas que hacían obras  en la carretera.  Porque de que rompía piedras rompía.

- " Siempre hay algo por allí para el que quiere trabajar ", alardeaba el encargado bravucón. 

- ¡No me vengan que el sueldo no alcanza pá nada! , mentaba a los cuatro vientos. 

- ¡Pura quejadera y aguardiente, pá eso es que son buenos!, continuaba el susodicho reforzado por las miradas furtivas que le dedicaba, de vez en cuando, el acicalado contratista de la obra, mientras revisaba sus papeles.

 Y allí estaba José Ruperto con su camisa abierta, sudado y extenuado entre sus compañeros  desaliñados, quienes a lo lejos más parecían una partida de presidiarios en trabajos forzados, que unos obreros "contratados". 

Y todo el día llevando sol en la carretera. Golpe y golpe. Y peso y peso. Acarreando piedras de acá para allá; y hora tras horas cavando huecos, mal vestidos, mal trajeados y sin uniforme, mientras que el tiempo de culminación de los trabajos apremiaba.

Y como en toda obra, siempre hay mirones, ocurrió lo que tenía que ocurrir:

- "Que José Ruperto está bebiendo otra vez ", chismeó el tío de las barbas al jefe de la cuadrilla. Típico vecino que  por andar de ocioso, se la pasaba supervisando a los demás, para  evitar: "la malversación de fondos públicos".

Y ante la insistencia del denunciante  todos se dirigieron al lugar donde José Ruperto arduamente trabajaba, es decir:  el vecino devenido en supervisor, el encargado de obra, el contratista, más el grupo de desocupados en espera de que alguno de los trabajadores cayera en desgracia para ocupar su lugar.

-" ¡Traiga pa cá esa botellita que tiene escondida en el bolsillo del pantalón, José Ruperto ! ¡Ahora! ", exigió el encargado.

Y el José otra vez sorprendido, la entregó. Sin saber de qué lo acusaban, porque golpes estaba dando. Y vaya que los estaba dando, reventando pavimentos. 

- " Eso es un mal ejemplo para los demás", dijo uno de los jefes.

-  " ¡Es que con borracho no se puede!" , alzó la voz el otro.

En el fondo, todos querían que José Ruperto se comportara como sus tres sobrinos, quienes habían ganado fama de flamantes trabajadores en la gran ciudad ¡La nueva generación! 

 Sin un ápice de escuela pero resueltos y fundamentosos para trabajar. No bebían en las obras, llegaban tempranito y trabajaban como burros. Obreros espléndidos. No perdían un día ni por enfermedad, muerte o nacimiento. Agradecidos, no pedían aumento y hasta le prestaban dinero al encargado.

 Uno de estos muchachos, mal calzado y harapiento, tuvo  la mala suerte de enterrarse un clavo oxidado en el pie, durante sus rudos trabajos en una de las tantas construcciones, que requerían sus destrezas musculares. Y qué hizo. Pues lo que había que hacer, seguir con su labor toda la jornada, tratando de no cojear, corriendo y cargando bloques, batiendo cemento, nervioso y asustado, de modo que el jefe no se fijara en su torpeza; no fuera a botarlo "por pendejo".

 Habiendo tantos sitios donde pisar, venir a pisar justo allí, arriba de un clavo. ¡Por Dios!

Ya en su rancho, con los críos y su esposa veinteañera, me trasmitía su angustia de cómo hacer para cobrarle unos reales que el encargado le sustraía del sueldo, "emprestados", cada vez que le pagaba.

- " ...no se vaya a molestá y me quite el trabajo señor Pedro", argumentaba mientras desde su destartalado catre me señalaba hacía unas brasas donde se hervía algo en una olla ennegrecida de hollín:

- "Ahí tengo el clavo en agua hirviendo, pá mata la ifesión".

Como para salir de mi aturdimiento por lo escuchado, seguidamente pregunté:

- ¿ Y porque no mandas a tu mujer para cobrar la plata ?

- "¡No que va!, como cree usted. Si es que el hombre le tiene el ojo puesto"

Dicho esto me despedí con el corazón compungido y una suprema indignación por dentro.

Total que para abreviar y volviendo a nuestro protagonista: a José Ruperto lo echaron por borracho.

- "¡Fuera de aquí!", sentenció el encargado.

 -"¡No quiero verte ni en pintura!"

 -"¡Y por aquí ni te aparezcas a pedir trabajo, mal agradecido!"

 Se había concretado la acción social, se había restituido el orden, se había sancionado al transgresor; y todo el mundo feliz.

Por allá se veía a José Ruperto alejándose cabizbajo caminando sin rumbo, despedido; más triste que nunca.


                                           V

Los trabajos continuaron a su ritmo habitual durante varios días; es decir, cavando tierra, golpeando piedras, limpiando cunetas, desyerbando cerros, hasta que repentinamente la obra se paralizó. 

Justo dentro de una enorme cañería que tenían que reparar, se vino a morir un perro.  Con los días que llevaba allí y el solazo que pegaba, el olor era nauseabundo. El que más sufría, por falta de costumbre y horas en el campo,  era el contratista, quien no soportaba la hedentina.

- "¡Saquen esa cochinada de ahí!", ordenaba. 

Pero nadie se movía. Los empleados se hacían los locos, se agachaban, se escabullían o se escondían detrás de las máquinas. Se agrió el humor y empezaron los insultos, amenazas de despidos y descalificaciones.

Agotadas todas las instancias de represión y ante la desobediencia generalizada, que amenazaba con tornarse en motín,  surgió la gran idea. Se regó, como pólvora y cuajó entre los presentes:

-¡José Ruperto!

Y el nombre de José Ruperto empezó a sonar desde la autopista al caserío. Y lo repetían los jefes, y lo gritaban los hombres y lo coreaban los niños.

- ¡José Rupertooooo!, se escuchaba a lo lejos. 

- ¡Que te buscan en la obraaaaa, correeee!

- ¿A quiéeeeen? ¡A José Rupertooooo! ¡Que lo llama el encargadooooo!, se escuchaba como un eco por toda la montaña.

- "¡José Ruperto!, corra rápido que lo llaman en la obra", gritaba Juana María Centinela,  desde su casita de palomar; apuntando con su muleta de palo la dirección exacta que debía seguir el solicitado.

Y gritaron los hombres, y silbaron los niños, y se alborotaban cada vez más los perros, hasta que finalmente José Ruperto apareció. Subía azorado, arrastrando esa pierna como podía. Con la ilusión renovada de un niño que inesperadamente lo invitan a la fiesta. 

-¡Que romper y pegar piedras era su arte!, corría zanqueando.

- "¡Apúrese muchacho suba pá rriba que lo solicitan!", le indicó su tío Nerio agitando su sombrero, desde lo alto de la cuesta. 

Y José Ruperto con la lengua afuera, que no podía más.

 Su nombre, su nombre coreaban las montañas. Hasta que finalmente llegó:

- "He decidido darle otra oportunidad, póngase a trabajar", dijo el encargado solemnemente, como si estuviera administrando la comunión. E inmediatamente entregándole un palo agregó:

- "Saque ese perro de ahí". Lo dijo suavemente como si cualquier cosa.

José Ruperto de pie, ensimismado, dolorido, encorvado y desaliñado contempló la tubería con el palo entre las manos y la camisa abierta hasta la barriga. Olfateó la pestilencia. Volteo desconfiado hacia los demás trabajadores, quienes se hacían los que no veían. Miro a los contratistas que estudiaban, disimulando, un plano. Todo se convirtió en un gran silencio, sospechoso.

- ¡Haga el favor y saque ese bicho de ahí!, repitió nuevamente el hombre, esta vez en tono más desafiante. Ordenando.

José Ruperto permaneció inmutable, imperturbable, impenetrable como la efigie andina de La Cara del Indio, arriba en el Páramo de los Conejos. Que lo mira todo, por encima de todo y de todos. Algo en él había cambiado. Ya no lucía manso ni humilde.

- ¡Saque esa porquería de ahí!, ya impaciente ¡No se lo vuelvo a repetir!, regresaban las amenazas.

Pero José Ruperto no se movía de su posición. Fue entonces cuando surgió una reunión de emergencia entre el contratista de la obra, el encargado, algún ingeniero,  empleados  e interesados, para discernir sobre la cuestión. 

Se estudiaron todas las propuestas del caso, desde despedir al despedido, amenazarlo por subvertir el orden y llamar a la policía, hasta la que finalmente se acepto por práctica, efectiva y decorosa, aunque poco ética: darle de nuevo la "botellita", que permanecía incautada, entre las herramientas de un camión.  

-"Pá que se alegre", dijo el chofer que la buscó.

Y el mismísimo encargado se lo ofreció: 

- "Échese un palo ahí José Ruperto"

José Ruperto más por reflejo que por complacencia la agarró. La sostuvo entre sus manos, la miró, sintió, olió.

 Observó los rostros de cada uno de los presentes. Escuchó a la gente que entre susurros hacían chistes y reían. Y antes de que tuvieran tiempo de decir nada más, levantó la botella con su mano derecha apuntando hacia los cielos, como un aborigen arquero cazando el sustento entre la arboleda. 

Llevó el pico cristalino hacia su boca sedienta de carreras, empujones y miserias. Mojó sus labios conectándolos, acoplándolos, preparándolos. Para luego succionar y tragar, muy largo. De la boca a su vientre, a las profundidades de su estómago; como aprendió a hacer, desde niño, allá en el páramo helado, "para calentarles su barriguita". Absolviendo la condena, perdonando, comprendiendo. 

Bebió como se debe beber ¡Con sed y pasión!, sin respirar, como si fuese el último trago de su vida: su momento, su protagonismo, su historia. 

Bebió más liquido que todos los mares de la tierra. Se engulló al río Chama, se tragó las lagunas parameras, las lágrimas y las alegrías. Bebió por ti y por mi. Por la impunidad, por la falta de corazón; pero también por agradecimiento a quienes alguna vez, lo trataron con amor.

 Bebió por María Juana Centinela, por Encarnación Centenaria, por Nerio Caballero, por Francisca Pompas de Jabón, por Virginia Dolores de Vientre, por las mujeres de San Gerónimo, La Poderosa y sus adyacencias, por estas tierras que desde niño recorrió. Por el frío del páramo, las cosechas, los hombres de piedras, por los que se fueron, los que están y por los que vendrán.

Acto seguido y sin voltear la cabeza, sin mirar a nadie, lanzó la botella vacía contra los pies de los presentes, estallándola en mil pedazos, haciendo que  todos saltaran hacía atrás, sobrecogidos ¡Tronaron los cielos! 

Se secó los labios con el dorso de la mano y aferrándose al palo como una lanza en plena selva, se enfiló José Ruperto de las Tempestades erguido hacia la batalla, como un Dios. Gigante.

 

 Pedro Alberto Galindo Chagín

 

 La Capea, Municipio Santos Marquina,

Mérida. Venezuela.

Registro propiedad intelectual

00765-01397050. España





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jueves, 13 de octubre de 2022

EL TALLISTA DE TABAY

 

   Contemplando mi viejo tallercito en La Capea, donde realicé tantas obras, tantos años, tanta vida. Desde la entrada del hogar reflexiono:

   Produzco porque amo lo que hago. Produzco porque me formé en el difícil arte de la talla de la madera. Ahora entiendo la importancia de los oficios.

   El sistema puede tener problemas, los subsidios agotados, los derechos en riesgo, el trabajo precario, el miedo regalado; la emigración, la aventura; pero aquí en Venezuela, o en cualquier parte del mundo, tengo mis manos para avanzar.

   Nuestras manos son el producto de millones de años de evolución, no en vano se desempeñan tan bien. Son la maquinaria perfecta para sobrevivir en éste planeta. Sirven para rascarse la picada de un zancudo, crear un Van Gogh o poner la humanidad en la luna. No son artefactos pero los inventores tratan de igualarlas. O al menos, lo intentan.

   En las manos buscan los científicos la perfección robótica y la pinza para agarrar, facultad que no poseen los primates, pero sí los humanos. Se han dado cuenta que hay manos para todo. Describirlo sería el cuento de nunca acabar.

   Cuando aprendemos a usar nuestras manos para la creación, nos remontamos a la prehistoria: la piedra de afilar, los huesos, los fósiles, los orígenes, derrotando los miedos y la sumisión. Entonces recordamos de dónde venimos, nos hacemos más humildes, más valientes, creemos en quienes somos, otra vez. Y por ende, nos fortalecemos, o mejor dicho: fortalecemos el espíritu.

   Cuando estamos en el taller o en la cocina amasando el pan, volcados alegremente sobre la materia prima que elaboramos; si por alguna circunstancia desaparecieran nuestros cuerpos; y solo quedaran nuestras manos vivas, parecerían arañas traviesas, caminando sobre los dedos, o reptando: laborando, construyendo, creando. Todo en un mar de movimientos extraordinarios y coordinados. Inimitables.

   Bellas manos aquellas de nuestras madres y abuelas. ¡ Cuánto transitaron para formarnos y educarnos ! Ejércitos de arañitas cambiando pañales, levantándonos, alimentándonos, curando heridas. Cumpliendo con su labor día y noche, sin parar. Y solo con sus manos, sus bellas manos.

   Ahora en la tarde lluviosa abrazado por la naturaleza esplendorosa que me rodea, contemplo agradecido mis manos, que me han permitido viajar con dignidad, como un par de ángeles guardianes a mi lado, con la seguridad que no me fallarán.

   No me someto a los hombres y los perversos pasan de lado ante la seguridad que el oficio me da. Mi espada y armadura las llevo colgadas a cada lado, reivindicando la humanidad cuando comenzó en las cavernas. Son instrumentos para la paz. Me enseñan a enseñar y cada día a " saber estar, saber ser y saber hacer"

   Ante las incertidumbres futuras hago mía aquella frase liberadora del tallista de Tabay, el amigo Luis Cucú como cariñosamente le llamábamos, quien al vender un trabajo a bajo precio, y la negativa del comprador a pagar lo justo, le acotó al cliente:

    ¿ Y para qué tengo mis manos, señor ?

 

 

                                                                    Pedro Alberto Galindo Chagín

    

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lunes, 25 de julio de 2022

Mi país.


   Caeré en mi país como quien se posa en las paginas de un libro antiguo. De tapas gruesas y desteñidas, sostén de termitas  pero también de pétalos secos y  fantasías, una vez más, todavía.

 Lugar de encuentros y desencuentros, de ánimos y desánimos, de amores y desamores. Pero voy aprendiendo a transitarlo, a sondearlo, a escucharlo, a sentirlo, a vivirlo y..., a llorarlo.

 Lloverá fuerte y sonará el aguacero sobre el techo de latón de mi casa,  detenida en algún lugar de la inmensidad. Redoble de gotas  que terminarán orquestando los cielos: el trueno, los rayos, los charcos de carretera  abandonada, salpicados desde las alturas y perturbados por un solitario camión que pasa veloz e indiferente por la trasandina. Soy lo que tú quieres que sea, nada y todo a la vez. País.

 Mi país no tiene tiempo ni historia, sencillamente es y se reinventa continuamente en el corazón. A veces arrogante, insípido y hasta cruel, pero otras veces amable, profundo, amoroso y misterioso. Sus límites son los que mis ojos y la imaginación  me brindan. Y sus pobladores son dibujados en sus calles  con creyones de barro pintado. El sol quema de día y el alma se alienta de noche, continuas allí, pues, país. Pendiente, obstinado esperando el reflejo de la luz en la montaña. La lluvia perenne, la neblina  como cortina de arroz. Noches de velo cerrado resguardarán mi entrada, noche reposada para perderse entre la grama. Estate quieto país, no me llenes de tus encantos pues aún llevo en mis vestimentas las arenas del desierto.

 Dame un momento de sosiego, le dije a mi país un día, antes de mirar en el féretro, el rostro quieto de la más buena y dulce dama andina, quien murió esperándome, y aún más, me esperó para su entierro. Noche aquella de rosarios cantados, de velones de iglesia y de pobreza necesaria; de billeticos de a dos. Noche profunda, como profundas son las noches de mi pueblo, amado.

  Rabipelado:  ¿Puede acaso escoltarme alguien mejor que tú ? Caminas a mi lado en la penumbra,  amantísimo y revelador. Noche prehistórica con tu corazón latiendo a mis pasos. Puede acaso alguien tener mejor saludo que tu compañía, el saludo de un dios en tu cuerpo diminuto, animalito. ¿Quién eres y por qué conmigo? ¿Qué quieres de mi? Silencio.

 Entonces caeré sobre la yerba aún húmeda de lluvias; y escucharé los sonidos de la tierra comprendiendo una vez más, que he llegado a mi país, el país de Elicia, la yerbatera.

 Solo, en la quietud nocturna y en el abandono, comenzaré a navegar por los confines del universo. Y al escuchar el temblor bajo la tierra , se apagarán las luces de los hombres y se encenderá la luz de las estrellas, mi país.

Pedro Alberto Galindo Chagín Galindo
 
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viernes, 19 de diciembre de 2014

Mi actuación en Exodus: Gods and Kings. Capítulo. VIII: "Pedro es un buen nombre para un pastor".


-¿Cuál es tu nombre? Me preguntó Ridley Scott mirándome directamente a los ojos.

- ¡Pedro!, respondí.


- "¡¡¡Pedro is a good name for a shepherd!!!" (¡Pedro es un buen nombre para un pastor!), sentenció el director en alta voz,  rotundamente.

 De súbito un grupo de asistentes cayó sobre mí, para prepararme para la actuación con el actor principal Christian Bale. Había sido elegido para un papel (The old shepherd), en el que como hombre de montañas y desiertos, señalaba a Moisés el camino hacia la libertad.

martes, 18 de noviembre de 2014

(Capítulo VII) Mi mula y yo. Mi experiencia en Exodus.

   
   Hallándome sentado sobre una piedra en el medio de la inmensidad de los parajes escenográficos de la isla de Fuerteventura. Y, en las altas montañas que circundan la majestuosa locación de la playa de Cofete, mejor conocidas como El Mirador de los Canarios; contemplaba desde mi improvisado asiento a pocos pasos de mi persona, al actor Aaron Paul (Jesse Pinkman en Breaking Bad) con su atuendo bíblico. Personaje que, probablemente cansado de las rutinarias esperas entre los rodajes, mataba el tiempo alimentando con ramas..., a un camello.

sábado, 25 de octubre de 2014

(Capítulo VI) La ensoñación. Mi experiencia en Exodus.

   
Hoy correspondo con estas letras a quien me lee; de la única forma que conozco de retribuir la gentileza: dando. Pero ¿Qué puedo ofrecer a ustedes que lo merecen todo? A quien se despierta con el corazón desbordado por un nuevo amanecer, o a quien se acuesta afligido por una gran pena. Ah, si pudiera darles un ramo de rosas rojas se las daría, pero no puedo, al menos no de las de verdad.  ¿Y si comparto con ustedes mis incógnitas en cuanto a la película y el paralelismo que me tocó vivir?  Ya sería un comienzo, una forma de entrega. Una compensación a su dedicada atención a quien escribe. Quizás pudiera aportar alguna clave para despejar algún panorama actual que les atañe.