domingo, 12 de octubre de 2014

(Capítulo IV) El marshal y la niña. Mi experiencia en Exodus.

 
 "Con el brazo estirado, señalando al horizonte, sobre las rocas,  inspirados en las escenas románticas del viejo testamento y vestidos  como hace 3000 años, los marshals nos convertimos en pastores de la gente"

   En menos de 24 horas de mi aparición en Exodus, las tres líneas de acción que desempeñaría  en la superproducción, estaban decididas, ora por funciones, ora por fortuna. En la primera, como ustedes saben, actuaría como extra, eso estaba claro. Era, digamos, la actividad esperada para la cual fui contratado. La segunda línea de acción menos premeditada; respondió a la observación “in situ” que, sobre un grupo de ocho personas, había realizado el departamento de casting: adjudicándonos el  peculiar mote de “Marshals”,  mote este, que nos confería autoridad organizativa, sobre los cientos de personas que comprendían la figuración. La tercera línea de acción es más difícil de explicar. Se debió a la confluencia de necesidades de la alta dirección de la película; que por razones por develar, recayó en mí. De las dos primeras, puedo hablar, con cierta libertad. De la tercera, no; o al menos, no aún; ya que este desempeño -además de tocar pasajes del argumento-  está revestido de un "halo" que, según mi parecer, pertenece más al mundo de los "enigmas"; que al mero requerimiento técnico de una producción cinematográfica.

      Sentados alrededor de una mesa, ocho extras -siete hombres y una mujer- seleccionados  por el departamento de casting; escuchábamos, de parte de nuestros interlocutores, las funciones que deberíamos ejercer en cuanto al cargo señalado y que podríamos resumir: como un personal de enlace entre los centenares de extras y los mandos de arriba. No sólo ayudaríamos en las actividades de recogida, traslado, auxilio y logística de la figuración; sino, y lo más importante: transmitiríamos a estos participantes, con audífono en los oídos y "woki toki" entre las ropas (justo en el medio de las escenas del rodaje), las instrucciones del director que repetirían sus asistentes, a través de los diferentes canales de transmisión, que teníamos a disposición. La comunicación llegaría de arriba hacia abajo. Se nos sugería no hablar por estos aparatos, salvo por cuestiones de seguridad tales como: esguinces en pies, desmayos en la acción, cuadros epilépticos, heridas, pérdida de niños y cualquier otra circunstancia que pudiera catalogarse de emergencia. El máximo cuidado de las personas era la primera y más importante misión que se nos encomendaba, misión, que tomamos al pie de la letra. Por lo que nuestra mayor preocupación en el medio de los inmensos espacios desérticos y escarpados riscos, fue procurarle al pueblo protagonista del éxodo, la mejor atención posible.

     Nos aprendimos los nombres y  rostros de quienes lucían más vulnerables, custodiándolos y  protegiéndolos de las escenas más duras, de las marchas forzadas y de la inclemencia del clima: "¡Detrás de mi! ¡Los que se sientan enfermos no se arriesguen! ¡Las personas que no puedan correr, resguárdense en las rocas! ¡Si alguien se siente mal, dígannoslo!", gritábamos a los cuatro vientos. Aún así, y tomando todas las precauciones del caso, se presentaban "bajas" entre nuestras filas.

      ¡Agua!, clamaba la figuración desesperada. Y agua le llevábamos. Acarreando pesadas cajas que repartíamos entre escena y escena, para calmar la sed y el agotamiento. Muchas veces la comida se hacía de pie y marchando, escondiendo los bocadillos entre las ropas. La figuración cargaba además, el "atrezo" (elementos indispensables para la ambientación cinematográfica), que se le repartía a la multitud cada día. Es decir: recipientes de cuero, todo tipo de bolsos artesanales de piel,  a la usanza de aquellos días.  Palos y armas. En definitiva: ¡Íbamos cargados! También, muchos de nuestros compañeros debían empujar grandes carromatos, siendo ellos la fuerza de tracción. ¡Agotador! Las escenas se repetían una y otra vez, hasta estar exhaustos. Era un éxodo y tenía que lucir como tal. Cuando empezaba el rodaje, tras los ensayos, el cansancio era tal, que parecíamos de verdad.

    ¡Alto figuración! ¡Preparados para rodar! !Diez filas de a cuatro! ¡Cuidado con los caballos! ¡Lejos de los camellos! ¡Motor! ¡Motor! y el corazón se aceleraba. Debíamos simular terror y huida. Extendernos lo más que podíamos por las planicies. ¡Motor!, gritaban en español. ¡Running!, gritaban en inglés, desde la dirección. ¡Correremos cien metros a más no poder! ¡Cuiden a quienes tienen al lado! ¡Preparado todo el mundo! En nuestro papel de marshals repetíamos las frases una y otra vez. Debíamos llevar las instrucciones precisas a una multitud, fatigada y polvorienta que repetía la acción indefinidamente. Los aupábamos a correr sobre terreno árido y pedregoso. Indicaciones que debían ser precisas, so pena de exponer a las personas a tomar direcciones equivocadas, y hasta atropellarse entre si. 

    Como en aquellas películas épicas donde el actor principal se baja del caballo y se mezcla con sus soldados antes de la gran batalla; quienes hacíamos de marshals, nos fundíamos con nuestra gente para prepararnos a pelear. Repetíamos las órdenes y nos visualizábamos a lo lejos, para no perder contacto. Ningún marshal podía estar cerca del otro: teníamos que rendir para trescientos. 

    Este grupo de marshals, fue creado por la urgencia de poder guiar de forma más idónea al "pueblo de Moisés". Además, esta "figura" repercutía favorablemente en la producción,  a la hora de seguir órdenes, que muchas veces resultaban desagradables. Mediábamos con la figuración, en los diversos problemas que surgían: en los largos traslados en incómodos camiones militares, en las largas colas de los catering, en las incursiones al mar y los chorros de agua fría. Cubríamos con mantas a quienes lo requerían. Los vientos intensos de la tarde dolían, y el sol abrazador del medio día quemaba. Las comidas interrumpidas molestaban. Las crisis nerviosas surgían. Los descansos cortados de súbito para la rápida movilización a los set de rodaje, agobiaban. Había mucho que hacer y éramos sólo un puñado, para tantas almas. Aunque sin duda: apoyados, monitoreados y orientados en todo momento, por el   estupendo departamento de casting.

     Es de hacer notar, que vivíamos a la intemperie cada vez más, y esto originaba situaciones extremas, que requerían de mucho tacto para solventarlas. Confortábamos a las personas en sus penurias cuando las escenas había que repetirlas y, compartíamos sus alegrías cuando eran aceptadas. Éramos su apoyo más cercano y... el de la dirección, también. Con los días nos fuimos ganando la confianza de la figuración en pleno. Nos llamaban por nuestros nombres, y nos agradecían las gentilezas y servicios que les prestábamos. A lo lejos o entre nosotros, los actores principales desempeñaban sus actuaciones; y cuando se gritaba: "¡Action!", todos empezábamos a actuar.

      ¡Preparada figuración! escuchábamos y repetíamos sobre la marcha. Un helicóptero sobrevolaba nuestras cabezas. Las grandes torres semejantes a jirafas comenzaban a gesticular. Los equipos de cámaras se movilizaban por toda el área. Las camionetas cargadas de artefactos pasaban veloces. Los servicios de emergencia, atentos. El nerviosismo se notaba.

   Para mis adentros pensaba: "Ridley -como buen maestro- está en todas partes y en ningún lugar, observándolo todo; dirige desequilibrando la acción, humanizando a los personajes: goza".

   Y, en el medio de esa bastedad no podía evitar sentir una inmensa gratitud por la oportunidad que me brindaba la vida, de participar en esta locura; filme que presagiaba: "records" de taquilla mundial y nominaciones, en la entrega de los  Oscar, a la mejor película o dirección...

    ¡Qué fuerza y que poder inunda al espíritu humano cuando menos se lo espera! ¡Qué paisaje tan asombroso a mi alrededor! ¡Cofete!

                                           
    Durante semanas las escenas se sucedían unas sobre otras, con tanta premura que muchas veces no sabíamos si la acción estaba detenida o, si por el contrario, rodábamos. Esto nos llevó a adquirir una naturalidad -ante las cámaras- que deduzco, contribuyó a infundir realismo a la filmación; sueño anhelado de cualquier director. Adquiríamos, sin darnos cuenta, la capacidad de convertirnos casi en cualquier cosa, en el momento que la dirección lo quisiera.

    En una oportunidad y ante la proximidad de un gran peligro. Justo en el momento en que quien les cuenta y relata se incorporaba; y transmutado en estampa bíblica, infundía seguridad y norte a quienes debía guiar en la acción. Cuando preparaba a mi pueblo  para la estampida ponderando la montaña que teníamos que batir, en plena consternación. Cuando diseñaba la estrategia que, como predestinado, intuía... "justo en ese momento"..., a un asistente de dirección (*1) se le ocurrió la mala idea de entregarme: una niña.

   ¡Tamaña responsabilidad! Una criatura conmigo entre esa multitud. ¡Pavor! En el momento más crítico, cuando debíamos ganar altura producto de la desesperación y huida. Cuando necesitaba mis brazos y piernas en total libertad: una niña. ¡Por Dios! Mientras un mar alborotado, picado y siniestro se transformaba en grotesca ola que, como la muerte misma, se dirigía a engullirnos; además de las hordas desalmadas de Ramsés: ¡Una niña!

      ¡Tú eres uno de ellos!, gritó una mujer, alejándome de mi descontento ¡De los de verdad!, volvió a gritar ¡De los antiguos!, reiteró. Y como hechizado, el espíritu dominó mi cuerpo. La alabanza insufló poder en mi alma y erguido con el brazo derecho, como en aquellas ilustraciones que -sobre estos eventos-  dibujé hace treinta y ocho años, apunté hacia la montaña; luciendo como un gran profeta, ante la miserable multitud. Mi pecho brotó, los cabellos colgaron largos sobre la espalda. La túnica resaltó mi figura, infundiendo respeto. El rostro hermético, impenetrable, adquirió fisonomía épica. La mirada visionaria atisbó el horizonte. El olfato calibró el peligro y el escape. Un trueno completó el magno acontecimiento. Un momento espectacular. Un extraordinario papel, un ¡dèjá vu! en plena ejecución. Pero..., con una mano ocupada: ella.

   Una fuerza celestial fortalecía mis pasos. Mis músculos se potenciaban, la inspiración llegaba. Estrechaba con fuerza la mano de la cría que me decía: ¡Pedro me duele ! Mirándola de arriba hacia abajo, le respondía, no sin cierta arrogancia: "Tranquila, tú estás conmigo". Y ella me regalaba una tímida sonrisa, de abajo hacia arriba, como la de los inocentes que sin saber, sonríen a sus verdugos.

   ¡Oh Jehová! ¡Dame fuerzas para guiar a mi pueblo ante la adversidad!, clamaba. El cambio obraba milagros en mí, no actuaba: vivía y sufría. La multitud expectante aguardaba. Los equipos en sus puestos, agazapados, atentos. Una asistente gritaba: ¡Cuerpos! ¡Quiero cuerpos aquí, para rellenar huecos! Y tres marshals cercanos buscaban azarosos cinco, diez o veinte cuerpos más, para tapar. Pero ¿yo?..., tenía una misión más importante que cumplir: ¡Qué corrieran ellos, mortales! Estaba demasiado ocupado, en pleno arrebato místico, salvando almas. Desde las alturas las cámaras observaban como extraterrestres la disposición para las escenas. Ridley Scott dirigía. Los camellos y caballos se intranquilizaban. El viento y la arena mordían. Una mujer sollozaba, otra reía, histérica.

    ¡Preparación figuración!, repetían los encargados. ¡Motor! y..."¡ACTION! ¡ACTION! ¡ACTION !", se oía la orden  desgarradora, que como un eco, reiteraban las montañas.

 
Y arrancamos a correr, "en masa", entre espantosos gritos, hacia las cumbres. El gran Tsunami avanzaba tenebroso, implacable, lento, inmenso, hambriento y sombrío, causando aquel pánico que paraliza las piernas. Nos lo creíamos. Un helicóptero trazaba la ruta del mal: por donde venía la máquina, venía la ola. A mi alrededor, caras de sufrimiento, esfuerzos: gritos. La gente caía enredada entre sus ropas. Desesperación y hastío en los rostros. ¡Corran! ¡Corran!, gritábamos. Hacia las rocas altas, señalábamos. Y trescientas personas: hombres, mujeres, ancianos y jóvenes, niños, niñas y animales emprendían la escalada caótica hacia la salvación; repitiéndose la misma escena que una y otra vez agobia a la humanidad, desde el comienzo de los tiempos hasta hoy. Atrás venía además del mar, el ejército aniquilador del faraón: destructor de su propia especie. Amasijo de huesos y carnes para matar. Puñaladas insaciables que nos avergüenzan como especie. Odio entre hermanos: burlas, ironías, humillación. Armas nucleares, armas biológicas, armas químicas. El gran tsunami nos arrastra a todos. La destrucción indiscriminada de las especies, en el antes...y en el ahora. 

   Enredado por mi túnica, me desplomo por primera vez; hemos subido muchos metros y los caídos en el campo ya se cuentan por docenas: los que vienen detrás ayudan a levantarlos, dándole un realismo  inverosímil a las escenas. Estrecho la mano de la niña aún más, que me mira como asustada y juguetona a la vez.

    Entre rocas las cámaras ocultas registran las escenas, rodeadas de cabezas cuyos ojos nos miran desorbitados; como queriendo atrapar con la retina, lo que a las lentes se les pudiera escapar.

     Caigo por segunda vez  estrellando mi cara contra un suelo áspero y cortante. Siento un golpe en la frente. A mi alrededor gritos estremecedores. De rodillas en la mayor desesperación, abro los brazos y a todo pulmón con espanto grito: "¡Dios ayúdame! ¡Ayúdame!", desolado. Alguien me levanta por las axilas. Lloro. Faltan pocos metros para lograr la cima, no quiero morir: otros lo han logrado ¡Otros se han salvado! ¡Por qué yo no? Son mis años, es mi peso, es mi dolor. Oh humanidad cruel ¡ Miseria de miserias! Como infundido por un gran poder, logro ponerme de pie de nuevo. Doy zancadas torpes desorientado, unos metros más para, derribado por un empujón, caer estrepitosamente por tercera vez. Sentí que varios cuerpos colisionamos violentamente. Y, como un fardo de carnes, rodamos montaña abajo. Era inevitable, fallecería en este fatuo intento. Contemplé el cielo por última vez...


    ¡CORTEN! ¡CORTEN! gritó la voz. "¡CORTEN y regreso a la primera posición!", agregó. Lamentos y más lamentos de la estropeada figuración ¿Otra vez?, se quejaban, incrédulos de que teníamos que repetir la toma de nuevo. Ya no sabía dónde tenía mis aparejos de comunicación, los buscaba, mareado, entre mis deshilachadas ropas. Cuando con gran esfuerzo logré tenerme en pie, arreglándome las vestimentas para guardar algo de compostura; súbitamente sentí como un susto: ¿Y la niña?..., "dónde está la niña que estaba conmigo", pensé. Miré a mi alrededor con disimulo ¿Han visto a la niña ?, pregunté. Se hacía evidente mi temor de haber extraviado, a quien tenía bajo mi extrema responsabilidad. Sin respuesta, ya muy preocupado, empecé a escudriñar en vano entre personas doloridas que, una vez más, deberían realizar la escena ¡Hasta que Ridley estuviera satisfecho! De mi prestancia poco quedaba. Descontrolado y desgarbado empecé a buscarla por todos lados, desordenadamente. Hurgué tanto en los intersticios del terreno como en los filosos riscos. ¡La niña! repetía a gritos¡ ¡La niña! vociferaba, entre la muchedumbre. ¡Dónde está la niña que estaba conmigo!, chillaba. Nadie respondía. ¡Horror!

    Fue entonces cuando vi a aquel asistente de dirección, que venía a todo tropel hacia mí. Se abría paso entre los extras a manotazos. Su alta figura lo llenaba todo. Pensé: "Viene a reclamarme que perdí la niña". Yo, que no perdí un sólo niño allá en mi pueblo andino, cuando abarrotaba el vehículo para transportarlos a las escuelas. En aquellas luchas épicas de hace veinte años, cuando nadie sabía lo que eran leyes. Cuando pugnábamos para restituir dignidad a la niñez. Cuando recurrimos a los magistrados en defensa de cientos de... 

     ¿Y Ahora?  Cómo podía explicar que había perdido una niña. ¿O Dios? ¿Estará herida?, me preguntaba. ¡Santo cielo! Los más custodiados y protegidos de la producción, la chiquillería. ¿Se habría cortado un pie? ¿Estaría siendo atendida por los servicios médicos? ¿Anestesiado yacería su cuerpo magullado en una ambulancia, y lloraría diciendo a cada rato: Pedro me soltó...? 

   Me preparaba a dar mi versión sobre los hechos. Debía encontrar las palabras precisas para excusarme: "...me derribaron señor, sentí un golpe, caímos", diría. El asistente se acercaba más. Sus ojos fieros, me ubicaban. Sus cabellos despeinados y su rostro alucinado infundían pavor.  Batía sus brazos como remando en mar picado. Sus piernas sobresalían macizas de sus pantalones cortos, con venas inflamadas. La cólera lo poseía. Sus grandes botas  pateaban el árido suelo, levantando nubes de polvo.  Su chaleco de producción parecía una coraza. Nada lo detenía venía a mí indetenible, inculpándome.  Su figura resaltaba como la de un monstruo exterminador que al alcanzarme, me arrojaría contra las piedras. Se acercaba de prisa, dando tumbos entre las rocas, pero seguro. Su brazo espeluznante, verde, baboso, como el de aquel diablo de mis pesadillas, me apuntaba con un dedo acusador. ¡Había perdido a la niña! 

   Miré hacia su figura otra vez, como un niño avergonzado que de pie se sincera con sus maestros. Me sentí tan pequeño, tan diminuto, nada. Mientras quienes me increpaban se multiplicaban, sentía que una turba enardecida se reunía para lincharme. El extra encargado de los niños bramaba: " Irresponsable". Desconocedores todos de mis antiguas hazañas, fríos y calculadores herían mí susceptibilidad. Me zarandeaban. Estaba reducido al bochorno, la vergüenza. Derrotado aceptaba la falta. Había perdido la encomienda; había extraviado la esperanza.  Estaba claro para todos: había preferido mi salvación, antes que la de la niña: egoísta, desalmado, viejo malvado, cobarde ¡Impresentable!, me lamentaba.

     Entregado a mis desdichas y con el corazón acongojado encaré turbado, con lo que me quedaba de dignidad, al asistente de Ridley Scott, que como un árbol gigante apagaba la luz del sol, cubriéndome con su arrolladora presencia que, como  tsunami, caía aterrador sobre mi humanidad, despedazándome. Con ojos encarnados me miró, y con palabras entrecortadas por el esfuerzo que había realizado para alcanzarme, espetó:

 _ ¡Pedro! ¡Les gustó mucho lo que hiciste!, quieren que lo repitas..., pero esta vez... más cerca de las cámaras... ¡Por favor! 

    A la distancia... sobre un risco superior, una bella niña de siete años, como un sol,  me saludaba con la mano, regalándome una gran sonrisa. A su lado, su marshal guardián, me censuraba con rigor.

    La saludé despacio correspondiendo su alegría: estábamos a salvo los dos: mi niña y yo.

(*1) Christian Labarta

 Copyright:Pedro Alberto Galindo Chagín
RPI 00/2015/1462 Madrid


4 comentarios:

  1. Guau Pedro!!!
    Éxperiencia espiritual y épica!!!!
    Sigue contaaaannndooooo!!

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  2. Gracias amiga... veremos qué sale por allí.

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  3. Guauuuu!!!!!esto es mejor que una novela de acción!!!!!! Maestro esto es un Bestseller quiero mas, quiero leer mas. Amazing!! Ya espero el capítulo V.
    Yenny

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  4. Mi querida Yenny; eres una gran alegría, gracias mil...

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