sábado, 4 de octubre de 2014

( Capítulo III ) Los extras. Mi experiencia en Exodus.


 
      Narro estos hechos desde el microcosmos al que pertenezco, con la convicción de no estar incumpliendo con los acuerdos de confidencialidad  que como figuración, asumimos  en su oportunidad. En cada capítulo me adentro, cada vez más,  en  mi experiencia, desde el punto de vista humano; lejanamente descriptivo; para no traspasar las líneas argumentales de la película, que ni conozco. Salvo, una. Por respeto a ustedes, jamás revelaría lo que no debo, antes de tiempo; ni escondería lo que sí puedo comentar. Mi única intención es compartir estas vivencias, que quizás pudieran ser útiles para alguien que me lea, ojalá. Presumo además, salvando las galácticas distancias que me separan  del personaje,  que el señor director Ridley Scott sería mi primer protector, en el supuesto negado de las controversias.



     Atrás quedaban aquellas publicaciones de la prensa que decían: "Los seleccionados, además de mantenerse esbeltos para formar parte del pueblo elegido de Moisés, tendrán que dejarse crecer la barba; entonces sabrán si participan como extras en Exodus, la película de Ridley Scott... los aspirantes a codearse con las estrellas de Hollywood, aunque sea de lejos, deberán cumplir con los requisitos ..."

      Y así, una vez elegidos decenas de personajes con fisonomías antiguas, largos cabellos y barbas, conjuntamente con mujeres de aspecto bíblico fueron apareciendo gradualmente en las calles de la ciudad canaria de Puerto del Rosario, en Fuerteventura. Proveníamos de muchas partes del globo; afines, en su mayoría, a las artes, otros aventureros, o simplemente buscadores de un trabajo temporal. Los figurantes teníamos en común la claridad de que participábamos en uno de los filmes más espectaculares de nuestra época. La gente que al principio nos rehuía comenzó a llamarnos los actores de la película.

    Todo lo transformo Exodus, sus bases se esparcían por toda la isla, las calles se blindaban, los perímetros de los "set" de grabación eran custodiados celosamente, nadie sin identificación entraba.

  “Mañana trabajas con nosotros, te recogemos en el terminal de guaguas a las 3: 45 horas… EXODUS”, me decía el mensaje de texto, que por teléfono acababa de llegar. Como todos los días que teníamos rodaje; los SMS cruzaban el espacio aéreo de Fuerteventura y como bandadas de gaviotas que caen al mar,  los avisos caían sobre nosotros, afortunados y afortunadas, interrumpiendo: comidas, tertulias, sueños, pensamientos, compras, caminatas y hasta alguno que otro escarceo amoroso.

      Así fue la primera vez. El mensaje llegó de súbito, directo al pecho. Me asía a esas pocas palabras, como un niño a su columpio,  como prueba fehaciente de que sin dudas estaba adentro. Aún dudábamos pues fueron cuatro mil los seleccionados en toda España de un universo de muchos miles que hicieron  largas colas,  al llamado de las pruebas de selección.  Así que  recibida la notificación  e investigada la ubicación de la cita, me puse en marcha a la hora indicada.

     Durante la madrugada fuimos arribando decenas de personas de muchas nacionalidades y diferentes lenguas, confluyendo en aquel terminal que inesperadamente comenzaba a abarrotarse. Convocados por esa “voz” misteriosa de las nuevas tecnologías, cientos de hombres y mujeres de todas las edades concurrían al llamado que nos hacía Exodus. A mi alrededor la gente se mezclaba con sus ropas habituales: pantalones vaqueros, chaquetas, gorros, bufandas, suéteres, camisas rojas, amarillas de todos los colores. Rostros alegres, rostros serios, rostros ocultos, rostros de interrogación. Conversaciones y risas algunas. Silencios y el murmullo que gradualmente va  “in crescendo” en la medida que la gente se va conociendo.  Después de una hora de espera programada, los presentes ya no éramos aquellos seres taciturnos, desconocidos y desconfiados de la llegada, sino una turba alegre y dicharachera llena de mochilas, como niños el primer día de escuela,  que se preparaba para formar parte de la gran aventura, un solo cuerpo, una sola marcha.

     Las órdenes se recibieron y se dieron: ¡a los buses! Y coordinadamente fuimos abordando las unidades de dos pisos, que nos trasladaban a un mundo insospechado, irreal y fantástico. Quizás para algunos veteranos, conocido. Pero para quien escribe: nunca. Quienes nos organizaban era gente amable y educada; se esmeraban para que nada faltara y todos estuviéramos cómodos. Fueron ellos y ellas los primeros rostros de la superproducción que avistamos, integrantes del departamento de casting: quienes a partir de ese entonces, se ocuparían de todo lo que en cuanto a figuración se refiere.
      Su misión: acogernos y cuidarnos lo mejor posible y coordinar la extensa columna de extras que intempestivamente como una lanza, atravesaría los espacios blindados de la producción para a partir de entonces, constituirse en el protagonista fundamental de la película: el pueblo de Moisés.
    
     Cuando llegábamos de la ciudad a nuestro destino o base central "crowd base", dos horas después del largo viaje,  y descendíamos, medio dormidos y hambrientos, de los autobuses; pasando las identificaciones de rigor, y el alimento de sostén; entrábamos al departamento de "costume": los vestidores y camerinos.  Ya en ese lugar, comenzaba la transformación: Lentamente nos desprendíamos de nuestras pieles nuevas para cubrirnos con las pieles viejas. Una vez desnudos, los trajes antiguos -confeccionados por manos expertas- se introducían por la cabeza y las ropas deshilachadas iban borrando gradualmente cualquier vestigio de la persona que una vez fuimos. Atrás quedaba la nación, la familia, los amigos y hasta las preocupaciones. Nos convertíamos con la humildad y sencillez de nuestros ropajes, en lo que una vez fuimos en el origen bíblico de los tiempos. Una especie de alegría y tristeza embargaba el espíritu: de euforia y dolor. Dejaba mi piel moderna para entregarme al mundo de los padecimientos y crueldades de la humanidad; sería esclavo y mendigo: golpeado y masacrado por espadas filosas que arrebatarían la vida y los sueños. Una y otra vez se acabaría el mundo. Volvíamos a la esencia.

_ "¿Te ayudo?" me sorprendió la voz de una amable dama, sacándome de mis cavilaciones.

     Cada extra contaba con un asistente para vestirse; los ropajes eran revisados con esmero, talla y medida según la persona. Los ayudantes eran especialistas en esos menesteres y con paciencia fueron enseñándonos a vestirnos durante los sucesivos días. Nuestro ropaje era muy simple: harapos, túnicas y turbantes, cintas para la cintura y sandalias atadas a los tobillos con trenzas de cuero. Todos los detalles se cuidaban y supervisaban a los ojos profesionales del personal. Si veían un hilo suelto, lo cosían. Si el turbante no era el apropiado, lo cambiaban. Si las trenzas del calzado estaban sueltas, las ataban. Nada podía faltar, nada podía sobrar.

     Una vez vestidos y habiendo dejado nuestras pertenencias en bolsas identificadas con un número y una fotografía del personaje que representábamos, se entraba a los camerinos de maquillaje.


     ¡Ah el maquillaje¡ ¡Mi momento preferido del día! Éramos conducidos a naves que contenían filas de verdaderos profesionales del maquillaje y la peluquería de caracterización. Con currículos extensos en el campo de la cinematografía internacional, perfectamente colocados en sus mesas de trabajo. Estas  amables y educadas personas nos esperaban,  desde la salida del sol, para atender los requerimientos del pelotón de extras que, sobre la marcha, tendríamos que salir corriendo a los diferentes "set" de rodajes, donde se nos esperaba con rigurosa puntualidad. Cada extra era atendido y a medida que se desocupaba el asiento, era seguido por otro más, cientos. Algunos necesitaban pelucas y postizos, otros ocultamiento de tatuajes, y los más afortunados, como un servidor,  sólo un leve peinado. Todo era luces y colores. Alegría y arte.  Cosméticos y prisas. Se escuchaba música de Van Morrison de fondo. Se hablaba inglés, castellano, francés, italiano… idiomas que eran silenciados  a medida que estos artistas ejecutaban sus obras, teniendo de lienzo nuestros rostros, nuestros cabellos, nuestros cuerpos. ¡Qué magia! ¡Qué talento! ¡Qué fantástica experiencia!, sentirse valorado por estas personas. Éramos su fuente de trabajo, pero además su inspiración y realización. Sentado en la silla contemplaba, en los espejos trípticos,  como disponían de sus cajas de colores: pinturas, pinceles, tintes, mopas y cuanto artilugio pudieran procurarse individualmente, según su creatividad, para, una vez observado nuestros rostros, proceder a intensificar, dramatizar y resaltar las facciones, lacerar nuestros cuerpos, ensuciar las uñas y deteriorar el aspecto de la dentadura.

     _ ¡Pedro aquí! decía la maquilladora de turno, con su mano alzada y su experta mirada, que aún de lejos, ya empezaba a escudriñarme.

     Obediente y sonriente me entregaba a sus caricias, a su dedicación, a su interpretación de lo que le sugería el personaje que deseaba destacar en mí. Minutos intensos: " look up " decía, con pintura negra procedía a oscurecer las órbitas de los ojos y los párpados; y teñir el rostro de colores de barro. Imitaba con sus pinceles quemaduras de sol aquí y allá, haciéndome lucir como un personaje abandonado en el desierto, en el medio de la nada. Peinaban el cabello con dedicación y esmero, cada día sometido a personas y estilos diferentes, otras veces lo dejaban "suelto y encrespado" y espolvoreado con tierra para que luciera sucio pero a la vez, "glamoroso". Hacía lo que querían con mi gran melena, que a pesar de haber sido blanco de tijeras prejuiciosas desde mi adolescencia, aún conservo. Asombrado miraba en el espejo el ser que iba creando: unas veces diablo, otras veces santo. Y de nuevo la alegría y la tristeza me embargaban; la sensibilidad afloraba, los ojos se me rayaban. Estas personas son tan delicadas, tan sensibles, tan amables: ¡Qué admiración !

     La directora de maquillaje, siempre que podía, me atendía personalmente. Me llamaba su: "special one",  término cariñoso que empleaba conmigo a partir de aquel segundo día cuando, inesperada y por encima de cualquier pronóstico, su humilde servidor que les cuenta y relata, se hizo famoso en  el gran mundo de Exodus. Episodio  que, si las circunstancias me son propicias, describiré más adelante. Triunfo humilde, despojado de vanidades, pero triunfo al fin, de un hombre común.

   
      Cuando mi nueva amiga trabajaba  mis ojos, los alababa: "no es el color, es lo que veo en ellos", decía. Y  me hacía  ruborizar  la idea de que algún día escribiera líneas tan personales que pudieran sonar arrogantes, vanidosas y hasta soberbias ¡Qué vergüenza¡ Pero, una vez superado estos supuestos y en el entendido de que quien me lee, me quiere, entonces afirmo: ¡qué sí me sentí orgulloso de aquellos  momentos de fascinación! ¿Por qué sentir bochorno de nuestros ojos? Sean verdes, marrones, negros, bizcos o tuertos. Por bonitos o feos que sean, ojos bellos son. Ojos que han contemplado los comienzos de nuestra historia. Ojos benditos que percibieron, al nacer, el rostro expectante de nuestra madre. Ojos que recopilan millones de imágenes entre soles nacientes y ocasos. Ojos de melancolía, ojos de enamorados, ojos: prófugos, piadosos, tristes, obedientes, ardientes, cansados. Ojos viejos, ojos ausentes. Ojos preciados de neonatos que semejan universos. ¡Ojos amorosos que aún tenían vida, cuando el cuerpo amado se extinguía! Ojos que registran  desdichas y alborozos. Ojos generosos que otean el polvo del sendero y, en las alturas,  el polvo de las estrellas. Ojos que se embelesan con otros ojos que se embelesan y se aparejan: mis ojos, tus ojos, los ojos tiernos de la madre tierra.

    Y así, en este ambiente inverosímil para quien narra, cada mañana teníamos aquella cita privada, artística, humana, con diferentes personas: cada persona una vida. Cada vida una lágrima... una esperanza.
                 
       Todo era intenso, en ese mundo de intensidades. Una vez comidos, vestidos y maquillados, estábamos listos para los requerimientos de la producción. Todavía muy de mañana, nos dirigíamos en filas hacia las unidades militares que nos trasladarían a los escenarios escogidos por el director.

 Cuando la caravana de camiones militares que nos transportaba atravesaba los poblados, la gente salía a saludarnos; desde los balcones batían ropas de colores, los turistas se apilaban, los niños nos hacían el símbolo de la paz y los teleobjetivos asomaban por las ventanillas de los coches de la prensa que nos perseguía, con la esperanza de lograr una buena imagen, para la edición del día.

En las noches, de regreso de las agotadoras jornadas de rodaje, observaba desde mi asiento posterior, la hilera interminable de vehículos de la producción que nos seguía cautelosa, como una criatura fantasmal, bordeaba los acantilados zigzagueando, sus haces de luz se perdían entre las montañas.

     Ya en la ciudad: descuidados, desaliñados, doloridos y exhaustos los extras descendíamos de las unidades militares habiendo perdido todo el glamour que exhibimos en las escenas del día. Despojados de nuestras vestimentas antiguas, desaparecida la magia y el maquillaje mañanero; vestidos con nuestras ropas cotidianas: más parecíamos una partida de bandoleros y mal vivientes atrapados por las fuerzas de seguridad españolas, que los actores consentidos de Ridley Scott.

Copyright: Pedro Alberto Galindo Chagín
 RPI 00/2015/1462 Madrid

2 comentarios:

  1. Guau!!!!maestro que orgullo recibir el conocimiento de sus andanzas. Que bellas palabras y que bien ilustradas, te agradezco que nos hagas participe de retazos de de tu vida hace que me sienta un poco más cerca de alguien que admiró profundamente simplemente por ser como es. Gracias mi Maestrico,
    Yenny

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    1. Gracias Yenny por tu cercanía y cariño; el orgullo es mío de contar con tu amistad...

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